Mensaje cultural del niño
El dibujo y la pintura de los niños se han convertido en ejercicios normales dentro de la vida escolar. En su mayor parte, el mérito radica en las generosas iniciativas de nuestra Escuela Moderna que, desde hace unos treinta y cinco años, ha ejercido una meritoria tarea a favor de la expresión libre del niño. Ya que precisamente la expresión libre es la que nos ha conducido a una inspiración original del dibujo del niño, rompiendo todos aquellos lazos existentes con el típico ejercicio de la copia de objetos y de modelos que, contra toda evidencia, se mantienen todavía en ciertas escuelas tradicionales. Precisamente por el hecho de haber puesto de relieve la personalidad afectiva del niño, hemos instaurado una eficiente pedagogía del dibujo en la escuela; más aún, hemos suscitado nuevos valores que están en camino de ser incluidos dentro del patrimonio cultural, y hemos aportado nuevas fuerzas con las que algún día habrá que contar.
Es preciso, pues, que tomemos conciencia de una especie de misión artística llamada a sobrepasar la simple tarea profesional que depende de unos programas, para dar acceso a una responsabilidad espiritual de acuerdo con la valoración de la conciencia del niño.
Nadie vea aquí intención alguna de dar carta de ciudadanía a una cultura que sería como una reacción a nuestra vocación primaria con sus anodinas obligaciones subsiguientes: Leer, escribir, contar. Sabemos muy bien que en todos esos niveles la vida es fabulosa para quien toma conciencia de su densidad y muy especialmente a nivel del alma infantil, que nunca pierde su capacidad de admirarse ante los milagros de la creación. Creo que para centrarnos en el mundo de la pedagogía y delimitar su ámbito en el vasto campo de la cultura, hemos de precisar por nosotros mismos esta prestigiosa palabra, la cual, nos apresuramos a decir, ha sido acuñada por la buena voluntad de la gente.
Ciertamente, no es nuestra intención hablar de una cultura, compendio del saber, dependiente de una memoria atiborrada por la ininterrumpida adquisición de un bagaje enciclopédico de cuestiones, al estilo de los concursos puestos de moda por la televisión.
Tampoco hablamos de una documentación humana enciclopédica, típica de una gran personalidad y que permite encontrar en el pasado y en el presente la filiación de las grandes creaciones. Esta cultura no está al alcance de los sencillos maestros de enseñanza primaria como nosotros. Ésta es tarea de espíritus excepcionales que dominan los hechos a un nivel en cierta manera visionario, la de los genios: sabios, artistas o poetas.
En cambio, nosotros entendemos la palabra cultura como un savoir-faire consumado, una técnica inteligente de un arte; sería la más modesta la del pastor esculpiendo el collar de los «hachones», la de la lavandera con su colada deslumbrante, la del segador cortando el trigo con el sesgo correcto, la del niño que ha realizado su obra pictórica. Estas mil maneras de ensalzar la creación personal son propias de un modo de vivir. Por ello se puede hablar de la cultura de los negros, de los esquimales, de los indios, de todos los pueblos llamados salvajes, puesto que se nutren de fuerzas primigenias.
Nuestras prácticas de la libre expresión han puesto a la luz del día una manera de ser de la infancia. Es un acontecimiento de grandes consecuencias.
Hasta el presente, el adulto se las ingeniaba para discernir la manera de existir del niño con la ayuda de cánones adultos; en realidad, la psicología del niño es una proyección de la psicología del adulto en el mundo de la infancia. La conducta del niño es siempre valorada en relación con la conducta del adulto. De esta manera no se obtiene compromiso alguno entre dos modos de vivir y ninguna significación de lo que es la infancia.
En cambio, por medio de la libre expresión, nosotros aportamos hechos muy reales sobre el comportamiento infantil: se trata del niño visto por sí mismo. Todo queda por decir, sobre este mundo nuevo que no se abre al gran día si no es exclusivamente a través del fundamental progreso de la espontaneidad. Sean cuales sean la desconfianza o las reservas que un espíritu racionalista pueda tener sobre estas aperturas espontáneas, no quita fuerza alguna para que esta manera de ser de la infancia sea la base sobre la que deberá construirse la personalidad. Merece, pues, considerarla por ella misma, valorarla en sus propias riquezas, apreciarla como una adquisición básica que prepara el futuro del individuo.
El arte infantil, que se presenta a los ojos del profano como una actividad gratuita y subsidiaria, es para el educador una obra viva que lleva consigo valores de sensibilidad y de inteligencia, susceptibles de iluminar nuestro conocimiento del niño, en el futuro. Intentemos determinar bajo qué punto de vista este arte merece ser considerado para que quede verdaderamente justificada su realidad.